CEREBRONAUTAS

«CEREBRONAUTAS»

Emiliano Bruner

Publicado en QdC nº 32.

Cuando hablamos de alguien que, según nuestro criterio, carece patentemente de cierta capacidad de razonamiento, señalamos con un dedo nuestra frente. Y hacemos lo mismo cuando hablamos de quien, en cambio, destaca para lo contrario, es decir, un don insondable de raciocinio y de reflexión. En los dos casos lo que hace la diferencia es la cara que ponemos, despectiva y soberbia en el primer caso, respetuosa y algo asustadiza en el segundo. Pero el dedo apunta hacia algo que está ahí, sin saber exactamente dónde ni por qué, y reflejando cierta expectación común que asocia capacidades cognitivas y áreas cerebrales. Y cuando se tuerce algo ahí arriba seguimos con nuestra analogía de localización física y hasta mecánica: se han cruzados los cables. A menudo se ha dicho que cometemos un error pensando que el cerebro sea como un ordenador, pero quizás no consideramos que puede que sea al revés: estamos diseñando y construyendo los ordenadores, sin darnos cuenta, de forma similar a como funciona nuestro cerebro. Sea como sea, la asociación entre áreas cerebrales y funciones cognitivas siempre ha representado un tema caliente y fascinante en la historia de las neurociencias. La naturaleza incoherente de la anatomía cerebral no ha ayudado mucho, las cosas como son. El cerebro no tiene forma propia, al estar sujetado por tensores externos de tejido conectivo enganchados a los huesos del cráneo, y por la presión interna de la sangre que lo moldea desde dentro a través de millones de capilares. Trabajando con cadáveres, como se ha hecho durante siglos, los límites son bastante serios: una estructura blanda, floja, resbaladiza, y además asociada a un sistema de surcos y giros muy inconstantes, sin una precisa geometría ni fronteras claras que puedan proporcionar algo medible según criterios objetivos e incuestionables. Pero el desafío merece el intento, y generaciones de neuroanatomistas se han perdido en esta selva de circunvoluciones y de fibras, intentando cartografiar sus rutas y sus rincones.

   La neurociencia se mojó hasta las cejas cuando llegó el periodo positivista en las primeras décadas del siglo pasado, una corriente que lo explicaba todo a través de una aproximación extremadamente reduccionista donde cada rasgo se asociaba a una función o a un carácter de la fisiología o de la personalidad. La fisiognomía interpretaba la conducta a través de los rasgos faciales y la frenología lo hacía a través de la anatomía cerebral. Los mapas del cerebro de estos extremismos positivistas se parecían un poco a esas tablas de carnicería donde el cerdo está parcelado para enseñar dónde se encuentra el tocino, la panceta o el jarrete. Aunque todo esto parezca hoy en día ingenuo y risible, al fin y al cabo, algo parecido estamos haciendo en las últimas décadas en los campos moleculares, intentando asociar caracteres humanos complejos con genes y proteínas, y aparentemente sin haber aprendido mucho de las lecciones del pasado.

    Más allá de las implicaciones funcionales y cognitivas, de todas formas el tema principal era estrictamente anatómico: localizar y nombrar áreas cerebrales en función de similitudes y diferencias. Y en esto, Korbinian Brodmann ha sido el que más ha dejado su nombre asociado a esta historia. Brodmann era un neurólogo alemán que a principios del siglo pasado estudiaba el cerebro a nivel histológico, es decir, analizando la anatomía y la distribución de sus tipos diferentes de células. Trabajando en los laboratorios de los Vogt, una pareja de neurólogos de primer nivel por entonces, y utilizando la técnica de coloración de Franz Nissl, un destacado neuropatólogo de aquella época, se empecinó en localizar y comparar áreas cerebrales en los mamíferos en función de sus tipos celulares. Los «mapas de Brodmann» han ilustrado la geografía del cerebro a lo largo de todo el siglo XX, aguantando como campeones hasta hace pocos años. Claro está que cuando luego han llegado las técnicas digitales que permiten trabajar en seres vivos y se han desarrollado las modernas capacidades analíticas a nivel de tejidos, células y moléculas, se han abierto caminos hasta entonces totalmente inaccesibles. No solamente las áreas de Brodmann se han visto fraccionadas en muchas más sub-áreas, sino que se han empezado a utilizar criterios diferentes para agrupar territorios cerebrales. Hoy en día se desarrollan mapas basados en células (citoarquitectura), pero también según criterios asociados a bioquímica (neurotransmisores y receptores), conexiones (conectividad) y respuestas funcionales (procesos cognitivos).

   Con las herramientas digitales y computarizadas la exploración de los espacios cerebrales va evidentemente mucho más rápida, pero seguimos muy lejos de entender la relación (si es que la hay) entre forma cerebral y funciones cognitivas. Hay por lo menos cuatro factores principales que contribuyen a hacer las cosas poco claras. Primero, la variabilidad individual de surcos y giros es asombrosa, dificultando comparaciones y cuantificaciones. A pesar de esquemas generales bastante fijos, somos todos muy pero muy diferentes, cada uno con detalles anatómicos distintos que, por ende, no es fácil comparar entre sí. Segundo, nos hemos entretenido mucho estudiando moléculas y células, y nos hemos olvidado de los niveles anatómicos más gruesos: todavía desconocemos los mecanismos detrás de la formación de pliegues y valles de la corteza cerebral, con lo cual es fácil soltar opiniones personales pero es muy difícil transformarlas en hipótesis científicas. Tercero, la correspondencia entre surcos y giros (es decir, los elementos visibles de la corteza) y las áreas celulares o las áreas asociadas a funciones cognitivas no es muy estable, con muchas variaciones personales. Es decir, en cada uno de nosotros un cierto surco corresponde solo genéricamente con la extensión de una cierta área celular o funcional, y no se puede ni generalizar ni localizar con suficiente certeza un patrón general. Cuarto, hay que recordar que las funciones cognitivas se asocian hoy en día con áreas cerebrales a través de respuestas fisiológicas (como el gasto metabólico o el flujo de sangre), asumiendo una relación estricta entre señal biológica y comportamiento o respuesta mental. Pero esta relación no solo no está confirmada, sino que en algún caso ya se sabe que no es nada lineal y una cosa no tiene por qué asegurar la otra. Total, sigue siendo muy difícil investigar las relaciones entre cerebro y cognición porque todavía nos faltan elementos cruciales de esta cadena.

 También sobre mediciones de capacidades cognitivas (psicometría) tenemos mucha información, pero las correlaciones con caracteres anatómicos siguen siendo blandas. Hay cierta probable correlación con el tamaño del cerebro, pero el debate sigue abierto y sin acuerdos patentes, con lo cual se entiende que la cuestión no es tan obvia ni, probablemente, tan determinante. Peor lo tenemos en el frente de la geometría cerebral, donde si es que hay alguna correlación es realmente nimia, lo cual puede ser interesante a nivel evolutivo y biológico pero del todo fútil a nivel individual.

  Eso sí, parece que haya un claro componente genético en el tamaño cerebral y en las proporciones de las áreas corticales: los heredamos en cierta medida de nuestros padres. Lo mismo pasa en los simios antropomorfos, pero con una diferencia importante: en los chimpancés se hereda también el patrón de surcos, mientras que en los humanos esta geografía cerebral sufre influencias que van más allá de los genes. Y probablemente el culpable principal de estas variaciones personales de la anatomía cerebral humana se llama cultura. Diferentemente de los otros primates, nosotros nacemos más «incompletos», y es posible que la selección natural haya relajado un poco las restricciones de los programas genéticos, para dejar más juego a las neuronas. Esta plasticidad sugiere entonces que a veces la evolución no invierta en un cambio específico, sino más bien en la misma capacidad de cambiar. Sabemos de hecho que nuestra anatomía cerebral ha cambiado mucho en los últimos dos millones de años, pero desconocemos en qué medida esos cambios han sido consecuencia de variaciones genéticas o de factores ambientales.

  La selva cerebral sigue teniendo valles desconocidos y cumbres invictas donde cada exploración tiene su peaje y cobra su precio. Como los héroes de las exploraciones continentales de todas las épocas, vagabundos inquietos de cordilleras, océanos, sierras y estrellas, Korbinian Brodmann moría en 1918 a sus cincuenta, tras una infección adquirida durante una disección anatómica, caminando entre las sendas de sus mapas corticales. Se había casado el año anterior, un año después de conseguir su primera posición institucional y después de muchos amargos rechazos, poco antes de tener a su hija. La meta que no alcanzó fue la recopilación de un atlas anatómico global, para sintetizar, capa a capa, conceptos, resultados, esquemas y definiciones de una vida de estudio. Pero nos dejó dibujos y monografías, y las ganas de seguir sus pasos en aquellas sendas, para ver lo que esconden aquellos valles, para disfrutar de sus paisajes y para descubrir hasta dónde podemos llegar cruzando sus mares.

 

 

 

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