LOS CRÍMENES CARAVAGGESCOS

«LOS CRÍMENES CARAVAGGESCOS«

Carlos Pérez Vaquero http://archivodeinalbis.blogspot.com.es/

Publicado en QdC nº 11.

A finales del siglo XVI y comienzos del XVII, Roma formaba parte de los Estados Pontificios. La ciudad había superado el Renacimiento y aunque todavía era pronto para convertirse en una fastuosa muestra del mejor Barroco, ya empezaba a resplandecer como la nueva capital del cristianismo que anhelaban en la sede de san Pedro. Consagrada al espíritu de la Contrarreforma, todos los Papas –y, en especial, Sixto V– proyectaron una nueva concepción urbana que iba mucho más allá de trazar nuevas calles y levantar iglesias, era un cambio más profundo que afectaba a la moral de la sociedad y esa mentalidad conllevó una feroz represión de la delincuencia.

   En ese contexto, muchos artistas de toda Europa acudieron a la ciudad eterna en busca de mecenas que financiaran su arte y su vida bohemia. Uno de ellos fue el colérico y pendenciero Caravaggio y, en torno a él, se reunió un círculo de amigos y enemigos que dejó un reguero de sangre, lesiones, denuncias, homicidios y violaciones, por toda Italia; una violencia que aún hoy podemos admirar en sus lienzos.

LOS PROBLEMAS DEL GENIO

El crudo realismo con el que pintaba las escenas más violentas y ese marcado contraste entre luces y sombras –el tenebrismo tan personal de los cuadros de El Caravaggio– son el reflejo de los treinta y nueve años que vivió el pintor lombardo (Milán, 1571 | Puerto Hércules, 1610); una existencia convulsa marcada por su carácter pendenciero, turbio y discutidor –como le describieron sus primeros biógrafos– que le alejó de su familia y de cualquier estabilidad profesional o personal, envolviéndolo en una dinámica de amenazas, denuncias y juicios, y huyendo siempre de la Justicia.

   El Caravaggio –uno de los pintores que mejor ha representado la muerte y el drama de la existencia humana– se llamaba Michelangelo Merisi pero acabó formando parte de la historia universal del arte con aquel sobrenombre, en recuerdo del pequeño pueblo de Lombardía, de donde procedía su familia.

   Para representar la muerte con tanta maestría Michele no dudó en utilizar cadáveres que le ayudaran a posar para sus cuadros; así surgió la representación de María en El tránsito de la Virgen (muy polémico porque mostraba a la madre de Cristo hinchada y con los pies amoratados y descalzos; tal y como se encontró el cuerpo ahogado de la prostituta Lena que le sirvió de modelo) o el milagro de La resurrección de Lázaro (donde el pintor pagó a unos enfermeros del hospital de Mesina para que sostuvieran durante días un cadáver en plena descomposición). Sus cuadros escandalizaron al clero que los había encargado, considerándolos indignos, pero casi de inmediato eran comprados por las grandes fortunas europeas.

    Antes de que terminara el XVI, el pintor ya tenía las manos manchadas de sangre y pasó un año en una cárcel milanesa condenado por homicidio antes de escapar a Roma. Con el cambio de siglo, su fuerza creativa le procuró algunos éxitos artísticos, la protección de notables miembros de la Iglesia y la Diplomacia y –como era de esperar– sus primeros pleitos, arrestos domiciliarios y condenas en la prisión romana de Tor di Nona por llevar armas sin permiso.

   En 1601, el joven Michele fue encarcelado por herir con un palo y una espada a un sargento del castillo de Sant’Angelo. Dos años más tarde, en septiembre de 1603, otro pintor –Giovanni Baglione– lo acusó de difamación en un juicio que levantó ampollas en la sociedad romana cuando el Caravaggio aprovechó la instrucción del sumario para despacharse a gusto contra otros pintores de la época, distinguiendo a los que saben hacer bien su arte de los que no tengo por buenos.

    Sin tregua, en 1605 hirió con un hacha en la cabeza a un escribano –el notario Pascualone d´Accumulo– que, afortunadamente, sobrevivió y no presentó cargos contra él; aún así, ni la suerte ni el apoyo de sus poderosos mecenas consiguieron evitar su condena a morir decapitado cuando intentó castrar a Ranuccio Tomassoni, el chulo de la prostituta Fillide Melandroni que solía posar para él, y el infeliz contrincante murió desangrado por las heridas en el mismo suelo del frontón donde habían estado jugando al trinquete. Fue el 29 de mayo de 1606 y, desde entonces, la sentencia que lo condenaba a la decapitación, estuvo angustiosamente presente en muchos de sus óleos: la Cabeza de Medusa, David y Goliat, Salomé y Juan el Bautista, Judit y Holofernes

   Michele se fue de Roma y pasó el resto de su vida creando sus mejores obras mientras se forjaba su leyenda de pintor maldito, huyendo de una ciudad a otra: Génova, Nápoles, La Valeta (donde fue encarcelado por organizar una reyerta pero logró fugarse), Siracusa, Mesina, Palermo… En 1607, de regreso a Nápoles, por aquel entonces territorio español, unos desconocidos le propinaron una paliza que le dejó el rostro desfigurado. Tres años más tarde, cuando estaba a punto de que sus mentores le consiguieran el perdón papal por el crimen del frontón, el cadáver de El Caravaggio apareció en la playa de Puerto Hércules; probablemente, víctima de la malaria que azotaba la costa.

   A pesar de su constante huida de la Justicia y de su vida –a veces rocambolesca, pero nada ajena a lo que resultaba habitual en los ambientes bohemios de aquel tiempo– el genio antiacadémico de este artista del tenebrismo marcó la línea que seguirían muchos otros pintores posteriores, de la talla de Velázquez, Zurbarán, Rubens o Rembrandt.

LOS CARAVAGGESCOS

Durante el juicio por libelo de 1603, cuando se acusó a El Caravaggio de difamar a otro colega –según Baglione, difundieron unos versos satíricos en su contra porque Michele y sus amigos estaban celosos del éxito que había tenido él con su cuadro de la Resurrección– el proceso también sentó en el banquillo a algunos de sus seguidores –los llamados caravaggescos[1]– el arquitecto Onorio Lunghi y otros dos pintores: Filippo Trisegni y Orazio Gentileschi.

   Este último –un alumno que no logró superar a su joven maestro– desarrolló su carrera en Génova, París y Londres. Antes de salir de Roma, Gentileschi se especializó en dibujar quadraturas (trampantojos con los que se daban falsas perspectivas arquitectónicas a los techos de los salones) junto a otro pintor: Agostino Tassi. De esa amistad acabó surgiendo, de nuevo, el drama.

    Tassi –el hombre más infame del mundo, según el propio Orazio–mantenía una relación con su cuñada (por la que fue juzgado por incesto) mientras seguía casado con una mujer a la que intentó matar; al tiempo que violó en reiteradas ocasiones a Artemisia, la hija de su compañero Gentileschi, a la que daba clases de perspectiva. La joven de 15 años –que desconocía la vida familiar de su violador– soportó el acoso hasta que comprendió que su promesa de contraer matrimonio era falsa: él ya estaba casado y la bigamia constituía delito.

    El juicio por estupro fue un largo proceso muy traumático para todos: Orazio tuvo miedo de que el escándalo perjudicara su carrera como pintor; su hija soportó todo tipo de vejaciones (una comadrona comprobó que el agresor le había roto el himen y la guardia pontificia la torturó, apretándole los dedos, para verificar su declaración) y, lo peor, asumir el desprecio de su padre, más preocupado por su fama que por ella; incluso Olimpia Tassi, hermana del violador, acabó testificando contra él.

    Finalmente, el tribunal declaró la inocencia de la joven y Tassi fue condenado a ocho meses de prisión y cinco años de destierro fuera de los Estados Pontificios. Para recuperar su honra, según las costumbres de la época, Artemisia se casó con el paisajista Pierantonio Stiattesi, pero el matrimonio tampoco le fue bien y, poco después de nacer su cuarto hijo, se separó de él y, sin importarle los comentarios de los demás, acabó yéndose a vivir con su padrino. Fue una de las pocas mujeres de aquel tiempo que llegó a triunfar con sus lienzos y la primera que ingresó en la Academia de las Artes de Florencia.

    Con el paso de los siglos, la obra de Artemisia Gentileschi (Roma, 1593 | Nápoles, 1652) –y, sobre todo, su dramática biografía– ha sido muy reivindicada por algunos colectivos feministas que ven en sus lienzos la imagen de unas mujeres independientes, con una extraordinaria fortaleza y determinación.

JUDIT Y HOLOFERNES

Lo cierto es que, contemplando sus obras, no resulta descabellado pensar que la venganza de Artemisia se plasmó en sus óleos, mostrando a Susana y los viejos (una mujer vulnerable y desnuda, delante de dos viejos lascivos) y, en especial, la valentía y el arrojo de Judit decapitando al general asirio Holofernes.

  El Caravaggio ya había pintado esta misma escena en 1599 –como otros caravaggescos lo harían después: el francés Valentin de Boulogne o el alemán Adam Elsheimer– iniciando lo que se considera su temática de los horrores; pero, sin duda, nadie plasmó la fuerza de aquellos personajes, luchando contra la tiranía del opresor (un tema muy patriótico en aquella fragmentada Italia del XVII) como Artemisia: un verdadero alegato de su propia condición de mujer humillada que debía sobreponerse a los hombres y del que llegó a pintar hasta siete versiones distintas.

   Judit es uno de los libros históricos del Antiguo Testamento; narra el asedio de la ciudad israelí de Betulia por las tropas asirias de Holofernes. Cuando sus habitantes ya estaban desesperados por la escasez de alimentos y se habían dado un plazo de cinco días para rendirse al enemigo, una viuda –Judit– sale de la ciudad, bellamente ataviada y acompañada de su doncella para mostrar a los asirios el camino para apoderarse de toda la montaña sin perder ni un solo hombre. Según la Biblia, Holofernes estaba encantado de tenerla cerca y bebió tal cantidad de vino cual no había bebido en ninguno de los días de su vida que, cuando se quedaron solos en la tienda de campaña, ella cogió su alfanje –un sable corto y curvo–, asió la cabeza por los cabellos y por dos veces le dio en el cuello con toda su fuerza, cortándole la cabeza al general. Cuando Judit mostró la cabeza desde lo alto de las murallas de Betulia, los asirios huyeron en desbandada.

   Estos personajes bíblicos fueron el colofón de una venganza artística y la mejor muestra del legado que dejaron El Caravaggio –del que ahora se cumple el 400º aniversario de su muerte– y sus seguidores.

[1]Tuvo otros seguidores coetáneos menos conocidos como Orazio Borgianni, Carlo Saraceni, Bartolomeo Manfredi, Caracciolo il Battistello o Giovanni Serodine. Al utilizar todos una técnica tan similar, a veces ha costado autentificar los verdaderos Caravaggios, porque Michele no firmaba nunca sus lienzos (salvo uno: la Decapitación de san Juan).

 

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